15 de junio de
2013.
A la hora
prevista y en el lugar señalado ya estábamos preparados para cortar la cinta de
salida y partir raudos hacia las frescas aguas del río Alagón, darnos un
chapuzón y recordar nuestros años jóvenes por esos andurriales, porque, por
fin, y después de una primavera lluviosa y fresca, el calor nos ha llegado de
sopetón y hoy va a apretar de lo lindo.
Salimos en
dirección a Linares de Riofrío por la carretera de Vecinos. Por el camino ya se
aprecia cómo la primavera va cediendo su paso al verano, y los campos, antes
verdes, ahora van tomando un color que anuncia la proximidad de la cosecha.
En Linares, y
después de los últimos preparativos, entre los que no falta un café y un pincho
–hay que tomar fuerzas para la caminata que nos espera-, nos organizamos en dos
grupos: los que hacemos el camino a pie, y los que van en coche, cosa que
también agradecemos pues no tenemos que cargar con la comida y otras
pertenencias que pesan y son un estorbo a la hora de caminar.
Comenzando la marcha junto a la tapia del seminario. |
Salimos del
pueblo bordeando las tapias del Seminario, desde donde podemos ver la fachada
del edificio, el campo de 2º, el gallinero, “la cazuela”… Esto nos sugiere ya
los primeros comentarios y recuerdos de aquellas marchas que hacíamos al río Alagón
en el mes de junio o en el cursillo de verano,
para bañarnos y pasar la tarde entre robledales y campos de fresas –los
grillos rojos, que nos decían los curas que no debíamos coger-.
Pero uno tiene
la sensación de que camina por un sitio distinto a aquel que hacíamos hace 50
años, pues el camino ya no es de tierra -está asfaltado-, y los campos de
fresas han desaparecido. Sin embargo los robledales que hay a ambos lados sí
son aquellos y siguen dando tanto frescor como entonces, y bien que nos viene porque
hoy el sol aprieta fuerte –el termómetro marca ya 28 ºC-.
Entre
conversaciones, recuerdos y alguna broma llegamos a la carretera de Monleón a
San Miguel de Valero, que cruzamos, para poco después llegar a la Alquería del
Toro. Y aquí es donde nos encontramos otro cambio importante: no se puede
seguir de frente ya que todo está cercado y tenemos que hacer un tramo por la
carretera de El Tornadizo a Monleón hasta un cruce que sale a la derecha y con
un indicador de “Río Alagón, 3,8 Km”; ya tenemos hecha la mitad del recorrido
hasta el río.
A partir de aquí
la marcha se hace más cómoda, porque el camino es de tierra, y más amena, por
el paisaje –siguen los bosques de roble melojo-, por los sustos que nos
provocan los rebaños de vacas bravas que ahora pastan en estos cercados –esto
también es nuevo-, por un bastardo que cruza el camino delante de nosotros, y
hasta por un ternerillo que, extrañamente, se encuentra tumbado junto al camino
y por fuera de las alambradas.
Y a medida que vamos avanzando el camino va
descendiendo, lo que nos indica que nos acercamos al valle del río Alagón. Y
efectivamente, después de una curva en descenso vemos el río, aunque con cierta
decepción al comprobar que, a pesar de las lluvias de este invierno y
primavera, el caudal es escaso y habrá que buscar alguna poza para refrescarnos,
y la sombra de los fresnos para comer. Aquí nos están esperando los coches que
nos han traído la comida y agua fresca –y también unas cervezas frías, que esto
lo decimos más bajito, pues no parece propio de senderistas serios, como
nosotros, pero ¡están tan ricas…!-.
Aliseda junto al Alagón. |
Mientras unos se
quedan refrescando los pies en el agua y “poniendo la mesa”, otros vamos a
explorar los alrededores, río abajo, encontrando pozas de aguas remansadas,
galápagos que se tiran al agua nada más vernos, un nido con dos huevos sobre la
roca desnuda con dos palitroques alrededor. Pero el calor cada vez es más
fuerte y pronto decidimos regresar a la sombra de los fresnos donde nos espera
la comida.
Y ¿dónde era
exactamente donde nos bañábamos? ¿más arriba? ¿más abajo…? Seguramente veníamos
por otro camino más corto y que nos llevaba aguas arriba, porque no tenemos la
sensación de hacer tantos kilómetros para llegar al río. Alguno recuerda que
era una poza así, otro que era “asá”, pero… ¿no hay ninguna foto bañándonos
aquí?
Elegida la
sombra para comer, sacamos las bolsas y neveras de los coches y nos disponemos
a degustar las exquisiteces que hemos preparado para la ocasión, regadas con el
vino de la bota y alguna que otra cervecita. Una bandada de buitres revolotea
sobre nuestras cabezas, quizás esperando que les invitemos a participar en el
banquete –más bien, diría yo, tenían cerca su banquete-.
Y la comida,
junto con la bebida y el calor, van dando paso a la modorra característica de
estos momentos, lo que nos lleva a buscar una mejor sombra y descansar un rato,
aunque con los chistes, chascarrillos y trastadas de alguno es imposible, pero
al menos se está fresquito a la sombra de los fresnos.
A media tarde y después del descanso, los caminantes volvemos a la marcha, ahora para remontar el curso del río en dirección a las Ollas de Sapa, por una senda que es una gozada, con la vegetación de ribera dándonos su sombra –fresnos, alisos, melojos, algún chopo-, prados de hierba fresca, escobas amarillas en plena floración, curiosas pozas de aguas oscuras cubiertas por los alisos que casi no dejan pasar la luz. El calor desaparece vencido por el frescor húmedo del bosque y de la proximidad del agua del río.
Lagareta para pisar la uva |
Y en uno de esto parajes, entre robles
melojos, hallamos una lagareta, tallada en una gran roca, de las que utilizaban
los antiguos habitantes de estos lugares para pisar la uva y hacer el mosto,
eludiendo de esta forma el pago de los impuestos por la cosecha –defraudadores
los ha habido siempre-. No eran tontos, en lugar de cargar con las uvas y
además tener que pagar, se llevaban el vino puesto y se ahorraban tiempo y
dinero… ¿dinero? Según cuentan los carteles que aparecen por el camino tenían
una economía de subsistencia basada en la ganadería, el cultivo de la vid y el
aprovechamiento de otros recursos del entorno.
Las Ollas de la Sapa. |
Pronto llegamos
a las Ollas de la Sapa, un paraje impactante y un tanto misterioso por el color
blanquecino de las rocas pulidas por el agua y sus formas casi imposibles
trabajadas por el río, encajado en el batolito granítico en el que, como
experto escultor, ha ido labrando “las marmitas de gigante”, que aquí llaman
“ollas”. No nos resistimos a saltar de roca en roca y a fotografiarlas desde
una y otra posición, imaginando a la vez cómo tiene que ser el espectáculo
cuando el río traiga más cantidad de agua. Nos hacemos la promesa de volver en
época de lluvias para ver este paraje en todo su esplendor.
Ahora ya abandonamos la proximidad del rio y buscamos el camino que nos lleva hacia Monleón, en cuya margen izquierda se encuentra el despoblado visigodo de Monte El Alcaide. En este despoblado, datado entre los siglos VI y VIII d. C., las excavaciones arqueológicas han dejado a la vista los restos de lo que fueron unas viviendas, así como algunas tumbas excavadas en las rocas de granito, alguna lagareta y se ha reconstruido un chozo con piedra y cubierta de escobas.
En Monleón. |
Desde aquí, ya
en los coches, nos dirigimos a Monleón por cuyas calles casi desiertas
caminamos hacia el castillo y las murallas, pero el calor y el cansancio van
haciendo mella y pronto terminamos en el bar refrescándonos para coger los coches y regresar a Linares.
Junto a la
fachada del seminario, desde donde habíamos partido por la mañana, y tenemos el
resto de los coches, merendamos, aprovechando la comida que aún nos queda y nos
despedimos esperando vernos en dos semanas aquí mismo, en Linares.
Hemos disfrutado
de un gran día.
Severiano Pérez García.
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