HISTORIA

                                                                                                         
Linares                                                                 Juan José Rodríguez Herrero.

No es fácil escribir unas cuantas líneas de historia compartida siendo nosotros los sujetos de esa historia. Todos somos fuentes orales y la información se agolpa, coincide o diverge, porque una misma historia vivida y sentida por todos tiene interpretaciones diferentes.  Los protagonistas somos nosotros, los hechos, las  vivencias. ¿La forma? Pues parece claro. De un lado se han perdido muchas referencias cronológicas. Pero la verdad es que a los sesenta y algún año no se puede hacer una historia descriptiva y aséptica, sino alegre, un poco reflexionada (¡poco!) porque tenemos sesenta y algún año,  y a esta edad no se puede tomar uno nada en serio.  Y con algo de ironía, retranca y acidez sobre nosotros y sobre nuestra historia. Nos lo merecemos. Utilizaremos los nombres por los que nos conocíamos. En otro lugar está el listado.

 …. y nos llevaron a Linares de Riofrío para hacer el cursillo de ingreso. A la mayoría nos llevaron, algunos fueron solos y algunos ni fueron como "Siega" y su primo Santos. Cerrudo tampoco fue porque estaba regando la huerta. Salimos desde las cocheras de San Polo, con la empresa Íñigo, en unos autobuses (no se hablaba de autocares) o coches de línea tirando a destartalados, y con las maletas en la baca: era así, y parecía lo más normal.  Muchos no sabíamos dónde estaba Linares. ¿Qué viaje habíamos hecho a los doce años? Alguno estaba convencido que estaba en Jaén, porque era el único Linares que figuraba en el mapa de España que había en el hule de la mesa de la cocina. Pero con ilusión. E incertidumbre. Mucha incertidumbre.


Un cursillo de dos semanas, más o menos, posiblemente para que nos fuéramos conociendo y fuéramos conociendo cómo y qué era aquello. Cuando había dos del mismo pueblo pues era un poco más llevadero (no mucho) como Fabi y Puerto, o si se tenía allí un hermano y le había contado qué era aquello como le pasaba a "Chufi". José Ignacio lloró, pero no fue el único, aunque quizá fue el único que no se anduvo ocultando. Habíamos muchos con los ojos rojos, pero sería del aire de la sierra. Doce años y a cantar “Ser Sacerdote es algo estupendo, Jesús me dijo un día al pasar, no lo entendí…” porque cantar espanta las penas. Vagamente recordamos pocas clases, mucho juego, los fuegos de campamento, la fuente “El Cántaro”, salidas por los alrededores… tomar contacto que se dice.  Dicen que la memoria olvida los detalles de lo que no quiere recordar, y es que eran los primeros días que pasábamos fuera de casa.
         
Pero eso fue sobre todo durante el cursillo de ingreso. Dos meses después  -el cuatro de octubre, día soleado como recuerda Domingo- comenzó el curso. Primero de latín. Primero de latín lo llamaban, pero para la mayoría era primero de latín, primero de francés, primero de gimnasia, primero de muchas cosas. Primero de duchas, al menos para los que éramos de pueblo porque no había ni agua corriente ni duchas, primero de limpiarse los dientes, primero de levantarse cuando sonaban los altavoces, primero en convivencia con trescientas personas, primero en repartir la comida de un recipiente común, primero en deportes que no fuera darle patadas al balón, primero en hacer manualidades, primero de coger un instrumento musical, primero en oír una música que no fueran coplas rancias de la radio. También primero de misa diaria, retiro de vez en cuando y ejercicios espirituales una vez al año. Lo del retiro terminamos entendiéndolo: una tarde te daban una charla que nadie comprendía y el resto de la tarde te la pasabas aburrido paseando por los patios sin hablar. Un aburrimiento que llevábamos con resignación dándole pataditas a las piedras y haciendo una fila con ellas. Los ejercicios espirituales eran lo mismo que los retiros, pero duraban más, había más charlas, te aburrías más y hacías las filas de piedras más largas.  Todo un mundo por delante y sin descubrir.  Con todo y sinceramente, una suerte comparado con lo que había alrededor en aquella España que ahora vemos en blanco y negro.

Y en el seminario de Linares desde octubre a diciembre, desde enero a abril y desde abril a junio, con doce años. Es decir, el primer año fuimos a casa en vacaciones de navidad, semana santa y verano.  El único vínculo con nuestras familias era la bolsa de la ropa limpia que llegaba con la furgoneta del seminario, una fiat de color crudo –que  está hecha en Turín como todos recordamos— y que debió prestar servicios en la segunda guerra mundial. Lo que más interesaba eran las cuatro líneas que te mandaban desde casa, y eso era lo que se buscaba al abrir la bolsa. La ropa era lo de menos. Un vínculo con las familias importantísimo, aunque algunos tampoco lo tenían. En segundo, -influencias del Vaticano II igual que fue el "clerigman" y la misa "coran populi", o sea, cura sin sotana y misa de frente y en castellano- cada tres o cuatro semanas íbamos a nuestras casas. Casi todos. Algunos no iban a casa porque no les cuadraba la combinación de trasporte, o porque no había dinero. Y nunca nos quedó claro si aquella apertura era por cosa de las modernidades del concilio, por la maduración afectiva que dicen los psicólogos, o por ahorrarse la comida de trescientos lebreles durante el sábado y el domingo.

Con ida a casa cada tres o cuatro semanas o sin ella como ocurrió en primero, la semana comenzaba los lunes. Las dos primeras clases ausentes, tanto en primero por ser lunes como en segundo, tercero, o cuarto, también por ser lunes. Es que levantarse un lunes -o martes o miércoles que da igual-,  para ir a misa, es tirar a dar, por lo menos a esa edad. Y el armonium de Jafet o de Revilla adormecía aún más. Pero a partir del  recreo del lunes volvía la alegría. Clases, deporte, clases, comida, juegos de mesa -futbolín sin pagar y el que pierde sale- ping-pong, -que lo de tenis de mesa vino después-  damas, ajedrez, los 1000 hitos, clases de nuevo, deporte, estudio serio en el que había que estudiar, o estudio a secas que te entretenías con lo que fuera. Rosario, cena, y cama con cuento: ¿por qué a Nínive y no a Tarso? Ni un momento libre. Los jueves por la tarde no había clase: llegaba en la furgoneta D. Castor Pollo para la rondalla y D. Juan Blanco para las manualidades.

Y deporte y deporte: el tercero de segundo contra el segundo de primero, a segunda hora, en el campo de primero; el segundo de tercero contra el primero de segundo, a primera hora, en el campo de segundo; y el segundo de primero contra el primero de primero, a primera hora, en el campo de primero. ¡Y nos entendíamos! Castilla hacía con el balón cosas endiabladas y según se acercaba a la portería Juanjo y Sierra se iban para otro lado dejando a Pescador que se las arreglara como pudiera. Y eso que las botas verdes de Juanjo imponían respeto. Y de fondo la trompeta de la torre daba música: marchas militares americanas, música tradicional -"ausa la perriña eu", que se le quedó clavada a Poveda- fragmentos de zarzuelas o himnos marianos como el "Tierra de conquistadores le llaman a Extremadura".   Alguna la hemos encontrado, y el Severiano la va a subir  en mp3: así queda a gusto José Ignacio que la ha pedido varias veces, que todo llega. Pero no todo en los partidos de futbol era trigo limpio, y más de un árbitro fue acusado de dejarse sobornar por  las galletas del postre de la cena.

El ajuar deportivo era de diseño: un bañador Meiba de color crudo o azul, y amplio, que valiera para dos o tres cursos; una camisa con botones, de color azul celeste o amarillo chillón para distinguir los equipos, y ya.  El calzado, pues cada uno lo suyo. En la foto de los campeones de balonmano se ve el "meiba" y las camisas. Y se ven las zapatillas de brasero de Domingo y los zapatos de Juanjo y "Froili": era lo que había.  Si ganaron fue por Gorjón, que era mucho Gorjón, y por Paco y "Froili", que Eloy, Juanjo y Domingo sólo hacían bulto. Los chándales no se habían inventado, y sólo tenía D. Marciano. También era el único que tenía rotuladores, los recargaba con alcohol y había días que tenía las manos perdiditas. En segundo llegó una oferta de zapatillas con tacos, y casi todos las compramos. Malas como ellas solas.


Los jueves también había rondalla y manuales. Guitarras, laudes y bandurrias dirigidas por  D. Castor Pollo. Allí Severiano y Calama hicieron los primeros pinitos con el arte del laúd mientras "Pillín" trinaba como un cosaco con la bandurria. Y con éxito. Interpretar a la perfección el "Sitio de Zaragoza" con una rondalla de cuarenta componentes no es cosa baladí, y por eso se llevaron el primer premio en Segovia. Anselmo, que no era precisamente un artista de rondalla, le puso letra al "Sitio de Zaragoza": "Cuando Arranz se queda sin pan, toda la mesa se pone a temblar…" luego hablaremos de  la comida. La rondalla también actuó en Arenas de San Pedro (lo dice la foto por detrás) y de paso fuimos a ver las cuevas del Águila.
                   
Los de manualidades no iban a la zaga. En la torreta convertida en taller unos hacían  pintura, otros collages, pirograbado, escultura… o cosas raras. Bueno hizo un pez con estampación de patata que fue muy loado por D. Juan.  Cerrudo, en collage de papel, unos molinos de primera, mejor que la calle de pueblo de Severiano o los gigantes de Apolinar. En pintura destacaba Castilla con unos fuegos artificiales, Poveda con un encierro, Pedro con un paso a nivel, "Benja" con un cabrero y Bueno con un afilador. Y Juanjo en el apartado de cosas raras, que D. Juan  llamaba trabajo creativo. Otros andaban de la ceca a la meca picando aquí, picando allá y ciscando en todas partes, pero sin centrarse, como Domingo, Anselmo o Barragán, que pasaban dando guerra a todos a la primera ocasión y algún que otro brochazo se llevaron.

  Las manualidades eran, en conjunto, una expresión artística que salía en forma de juego y entretenimiento, con pocos medios -papeles de estraza nada buenos para la pintura, recortes de formica, piezas viejas de coches y desechos de todo tipo- pero allí estaba la creatividad.  Con parte de todas aquellas obras se hizo una exposición en el claustro de Calatrava a finales de marzo de 1965, que ya estábamos en 2º. Alguna pintura de Castilla fue llevada a Tokio, que estaba mucho más lejos que Chamorri y que el Cervero.

                            
Porque al Cervero -y a las Peñas del agua, y a la Honfría, y a la fuente el Cántaro, y al Alagón, y a las Chorreras, y a Valero, y a la Casa de los alemanes-, íbamos los jueves por la tarde, los sábados, y los domingos por la tarde. Daba tiempo para todo. Claro que dependiendo un poco del clima, pero si no tenías otra cosa que hacer D. Martín daba dos voces con el chintófano –un megáfono en forma de embudo con labios, hecho por un hojalatero- y todos de marcha.  Unas excursiones con bocadillo de caballa si eran de todo el día, o sin nada si eran de una mañana o una tarde. Las más largas eran al Cervero y a las Chorreras. Claro que por el camino siempre se reponía algo de fuerza en forma de castañas en otoño o fresas de primavera y verano: no había más que comprobar que no había moros a la vista, y a las fresas. No debíamos hacerlo, nos decían. Pero luego te confesabas con D. Miguel, el cura de Linares, que no era plan de irle a contar los pecados al profesor de matemáticas porque como que no, y el pobre D. Miguel tenía muchísimo más trabajo en este campo que D. Isaac Gallego. Eso sí, D. Isaac, que hacía de padre espiritual, nos llamaba por orden de lista mientras estábamos en el estudio serio o estudio a secas para preguntarnos cómo dormíamos por las noches. Sabíamos más o menos cuando nos tocaba y nos sabíamos lo que teníamos que decir porque el "qué te ha preguntado" era habitual. Nosotros le decíamos que dormíamos bien mientras él hacía el molinete con los pulgares, pero él lo que quería saber era lo de los tocamientos. Además, el bueno de D. Miguel ponía mucha menos penitencia.


Y deporte y deporte y deporte, que llamaba más que el latín. O aunque no te llamara, como a Puerto, que durante las horas de deporte vagaba de un lado a otro como ánima en pena, o Barragán, batiéndose a espada con un palo en la cantera.  Hasta olimpiadas teníamos, con desfile y todo como se aprecia en la fotografía. Esos días, además de futbol, baloncesto, balonmano y balón volea, probábamos de todo: jabalina, lanzamiento de peso y disco, salto de longitud, triple salto, salto con pértiga, 100, 500 y 1000 metros, lisos y con vallas, relevos y sin relevar,  plinto, caballo… lo que se dice un lujo para aquellos años.  Un año después hicieron La Cazuela -entre el gallinero y la cebonera que atendía Florindo y custodiaba el Cadenas-, una especie de aljibe de agua más que dudosa, sin depuradora, que nos hacía de piscina. José Ignacio tiene un gran recuerdo de ella. El tema de la natación estaba un poco dejado de la mano de dios y por eso pasó lo que pasó en el Alagón, que Antonio Tomás desapareció bajo las aguas oscuras del rio: que si hacer una cadena agarrados de las manos para sacarlo, que si había que meter al Cadenas… menos mal que Juanes, más resoluto en la acción que en la dicción, tocó algo y lo agarró, y a él lo agarraron y salieron todos. Y mientras D. Martín pedía ayuda a todos los santos del cielo y del infierno como un desaforao, D. Pedro le pisó la barriga a Antonio Tomas que empezó a echar agua por la boca y a toser. Un alivio.

Y el domingo por la mañana, santa misa "coran pópuli", en la capilla de los mayores, generalmente concelebrada –había curas de sobra para ello-  mientras D. José Antonio pedaleaba en el armonium y dirigía a los tiples.  Eso sí, D. Jerónimo, en su función de rector del seminario nos instaba por megafonía momentos antes de la misa aquello de "lavaros bien, peinaros bien, dar betún y cepillaros los zapatos…" aunque un domingo al final de la misa se presentó  con dos docenas de cucharas y tenedores  retorcidos y desfigurados, y nos dijo que eso no se hacía. Nos dijo también que se habían encontrado treinta cuchillos escondidos debajo de las mesas, en el mismo sitio en el que los alumnos actuales esconden los chicles. Primero hubo risas. Después silencio. No hubo reo. Eso quedaría para D. Miguel. Y después de la comida y tiempo libre que se utilizaba en el futbolín o similares, cine en el salón de actos. Alguna vez D. Revilla ponía la mano delante del proyector que era de 16 mm en primero y de 32 en segundo. Pero pocas veces. Y con concurso sobre las películas, que el que ganaba no pagaba la entrada del domingo siguiente. Películas del oeste, películas de guerra, películas de aventura. De amores, ninguna. Religiosa solo "Marcelino pan y vino", pero gustó mucho más "Túnel 28", o "Murieron con las botas puestas" y "El séptimo de  caballería", que el salón era un tronar. Después del cine del domingo se hacía un silencio conventual y desaparecía la algarabía de toda la semana. Las cenas de los domingos parecían un funeral.


Algunos fines de semana había algo especial. Fuese en el salón de actos una obrita de teatro –como aquella en la que tocó Chan el "Para Elisa"-, o fuese un partido de futbol, se rompía el ritmo. El único televisor del seminario descansaba en La Rectoral, una especie de "santa santorun" donde sólo entraban los curas.  Tenía cuatro patas que lo levantaban del suelo, por eso cuando lo bajaban para ver el partido parecía que bajaban en andas el arca de la alianza o cosa por el estilo.  Veíamos el partido en el aula de primero, la más grande y en forma de túnel. Allí los 300 y el televisor de 20 pulgadas con niebla porque la señal no llegaba… pero veíamos el partido aunque estábamos a 30 metros de distancia. Y capea el día de la fiesta, que se cerraba la plaza mal que bien en la parte de atrás. Capea con picadores, que no es cualquier cosa: Don Daniel -un cura de León que era más largo que un varal- hacía de caballo y llevaba a hombros a D. Martín, -un cura de Palencia que era como una ardilla- y la vaquilla daba con los dos en tierra. O los fuegos de campamento en los que nunca se hacía fuego y en los que había de todo: Lo mismo cantaba Fabi "La Campanera" quejándose de las asignaturas, que le cantaban a él y a Puerto lo de "La Torre de la Alberca no la podré olvidar". Eran muy abundantes los relatos, desde el "Era una noche lúgubre, lúgubre, lúgubre" a los poemas tipo "A veinte leguas de Pinto y treinta de Marmolejo". Castilla recuerda el "Tras morisca ventaneta e con semblanti contenti…" o Domingo con su poema de esdrújulas.


Y el lunes, volver a empezar. Un día a la semana teníamos duchas, que resultaron ser un invento maldito en manos de los curas. Las duchas eran cuartos individuales habilitados en el sótano que no tenían llaves para el paso del agua, solo una alcachofa triste y traidora en el techo. Triste se la veía por la poca luz que entraba por encima del tabique, y traidora porque el cura abría la llave general  cuando calculaba que estábamos dispuestos. Y el cura era el que mezclaba la fría con la caliente. ¡Que está muy fría!, y el cura tiraba de la palanca para que pasara más agua caliente, o ¡que quema!, y el cura giraba la palanca para que entrara agua fría. Un sinvivir y un tormento que muchos solucionamos poniéndonos lejos del alcance de la alcachofa, mojarnos el pelo y salir con tiritona para disimular. Domingo descubrió lo de mojarse el pelo y salir tiritando. Juanjo descubrió lo del manejo de las llaves porque como Domingo le contó el truco pues no llevaba ni toalla, para qué, si no se iba a duchar. Un día D. Pedro se dio cuenta y lo hizo estar junto a las llaves mientras se duchaba el segundo grupo. Allí aprendió el manejo del sistema. Luego le mandó ir a contárselo al Rector, pero se fue a confesar con D. Miguel de desobediencia para poder decirle al Rector cuando lo llamara que ya se había confesado.  Más de uno terminó mojando directamente la toalla para que se viera que se había secado, y por tanto duchado.


Y así iban pasando los días y los meses, íbamos declinando latín o lo que hiciera falta, viviendo a pleno pulmón. Incluidas las fiestas gordas como la Inmaculada o el Corpus. En ambas fiestas se hacía un bar en el bajo de la torreta donde guardaba D. José Antonio el coche. Bar Zoilo. Se vendían fantas, mirindas, gaseosas y chucherías, y a los curas cerveza. Si no teníamos ni un duro. Jabón, pasta de dientes, cuartillas, folias, -que entonces no eran folios- gomas de borrar, cordones para los zapatos… si se nos acababa y no nos lo mandaban de casa con la ropa lo comprábamos en la tienda, que para eso abría media hora después de comer.  Total, que entre unas cosas y otras se pasaba el curso como en un santiamén y todos para casa. A medida que se acercaban las vacaciones crecía el tono vital hasta en los árboles, que nada tiene que ver pasarlo bien con volver a casa. Cuando llegaban los autobuses al  patio del seminario, una fiesta. Los saltos del autobús en los badenes de la carretera una expresión de júbilo. Ese día quedaba vacía la enfermería que llevaba D. Paco Sánchez. Las enfermedades eran las propias de la edad, catarros y gripes, algún esguince o contusión de balonazo. A veces llevaban a alguno a operarlo de apendicitis en Salamanca -se dijo que entraba la apendicitis por comer castañas-, como a Cerrudo, que debió comer muchas. Las notas llegaban a casa por correo, y en primero se matizaba muy mucho los conocimientos adquiridos calificándolos entre 0 y 25. Un 25 en latín sólo lo sacó Pedro, que era un empollón.
                 
         En segundo curso, 64-65, además de ir más frecuentemente a casa, llegó lo de  "Amigos siempre", que duró hasta finales del 65-66. Todos los cursos comenzaban con el falta tal o no ha venido cual, porque echábamos de menos a los que no se habían incorporado.  Si preguntábamos a los curas nos decían que no habían perseverado, que eran muchos los llamados y pocos los elegidos. Y ya. Cuando echaban a uno del seminario era como una maldición sobre él porque por algo sería, que nunca quedaba claro. Dejarlo no era maldición. Con el tiempo entendimos que habían tomado otra opción o que habían sido centrifugados, y que era o tenía que ser así. Hubo más bajas a principios de 3º, y más en  4º, y terminamos entendiendo que eso tenía que ser así.


"Amigos Siempre" fue un invento al que se acogieron unos 25 seminarios menores para dinamizar la convivencia de los seminaristas, una especie de Boys Scouts acomodado a lo clerical. Teníamos himno propio, insignia y escudo propio, señalización de campamento propio… casi todo lo de scouts menos los ascensos y poco más. Organizados en grupos de seis, con nombre  –El Coyote, El Cocodrilo, Los Lobos, Chiribí-  que nos identificara como grupo, con acciones comunes al grupo… una maravilla para unos adolescentes ya rodeados de una dinámica envidiable de vivencias, actividades culturales y en la naturaleza. O al menos así fue como muchos lo vivimos y lo recordamos.  Y con esta estructura nos hicimos el Camino de Santiago al final del segundo curso, en julio de 1965. 
Caminar caminamos poco porque fuimos en autobús hasta los últimos tres o cuatro kilómetros, y en Santiago coincidimos con otro montón de "Amigos Siempre" de otras diócesis. Todos con concha peregrina con la insignia en ella. Total, unos 1000. Misa y botafumeiro al final. Y volvimos por Fátima, que éramos seminaristas a la postre. Comíamos y dormíamos de prestado en seminarios de otras diócesis, que para eso eran de la misma empresa. En algún lugar dormimos directamente sobre el somier porque era lo que había y parecía normal, y a veces alguno se caía de la cama y pasaba la noche en el suelo como hizo José Ignacio. Suponemos que los curas harían un pasaporte colectivo, o Santiago y la Virgen de Fátima algún milagro, porque ninguno teníamos papeles. Ni muchos DNI. Después de Batalha fuimos a Fátima, que nos pareció inmensa con toda la explanada para nosotros y el sol a cubos. Fuimos a misa en la basílica, rezamos un rosario junto al olivo y visitamos las tiendas que había a la parte de atrás –Anselmo se trajo una botellita de agua bendita que le habían pedido, Domingo una medalla para su hermana y Sierra compró sellos, aunque lo más demandado fueron rosarios— . En Coimbra pasamos por la avenida de las estatuas de la universidad y por la ciudad "dos pequeninos".  Portugal era el extranjero, y para muchos el primer viaje largo. Si no tenemos fotografías es porque los curas no nos las sacaron, que eran los únicos que tenían máquina.      

Y otro verano de vacaciones en casa, y otro septiembre de vuelta a Linares. Nuevas bajas como teníamos asumido. Las clases eran llevaderas, o había que llevarlas, que en estos casos siempre se engaña uno. La lejanía del tiempo nos hace recordar más a unos profesores que a otros, y ninguno olvida a D. Martín, profesor de lengua que introducía en las clases unos minutos de literatura y nos leía "La perla" cortando la lectura cuando el escorpión bajaba por la cuerda que sujetaba la cuna de Coyotito, o blandía la regla del aula mientras nos leía párrafos de "El Quijote". Todo lo que empezaba a leer lo dejaba a medias, y nosotros a protestar. Varios libros… que después quien más quien menos se las arreglaba para terminar de leer. Didáctica, hemos interpretado de mayores. Pero no es precisamente de las asignaturas lo que más recordamos. 

Tercero fue el año en el que Froilán y  Antonio (Pillín)  entraron en la habitación de D. Ángel a buscar un balón de rugbi, y le  copiaron las preguntas del examen que tenía tentadoramente sobre la mesa. La mayoría supo las preguntas antes del examen, y las calificaciones  rompieron todas las estadísticas, menos la de Juanjo, que sabiendo las preguntas sacó un tres. Hubo mosqueo e investigación, pero nada. Al final alguien se chivó y hubo miedos de que  echaran a alguien del seminario, que entonces se veía como una caída en el abismo. En tercero hicimos el campo de balonmano, literalmente a pico, pala y carretillo. Salieron algunos escorpiones con el movimiento de la tierra, escorpiones que el cura rodeaba de hojas y prendía fuego. Casi como lo del infierno, pero en pequeñito. No se recuerda que a nadie picara ni una víbora -y las había- ni un escorpión, que a lo mejor es cosa que tenía que ver con lo del Ángel de la Guarda y se nos  ha pasado desapercibido.   


Alguna vez se iba la luz, pero sin problema. Arrancaba el grupo electrógeno y temblaba medio edificio, pero había cine si era domingo. Las  tormentas de principio de verano eran generosas con el seminario, pero tampoco era problema: el edificio estaba bien dotado de pararrayos en picos y vértices y todo se quedaba en ruido, aunque algunos hasta vieron bajar el rayo a tierra. Controlábamos el tiempo que iba a hacer mirando a las peñas del Agua, que si estaban borrosas era porque llovía por la tarde.  Nevaba todos los años y a veces en abundancia. Daba igual porque dentro no hacía casi frío: se suprimía el deporte y pasábamos el tiempo en la sala de juegos, y nos calentábamos las manos encima del radiador aguantando el dolor después de tirarnos bolas. Solo temíamos no poder ir a casa si tocaba, que no llegara el fardel de la ropa en la furgoneta, o que la tartana del panadero no pudiera subir y quedarnos sin pan. A finales de segundo el panadero cambió la tartana por una dos caballos de chapa ondulada y el pan era más seguro.

Leche, foiegrás, pan y mantequilla, algunas veces con sabor a petróleo, decían, era lo normal de desayuno. Pipos, alubias, patatas con picadillo y sin él, sopa de un tipo y de otro, lentejas con arroz y sin arroz, garbanzos, huevos fritos o cocidos, calamares cocidos, albóndigas, pescado, carne, tortilla inolvidable, fruta, arroz con leche o natillas y las tres galletas sagradas objeto de chantaje al árbitro formaban parte de la dieta. Leche, membrillo o chocolate hecho o sin hacer eran las meriendas. Y si no te gustaba el chocolate se lo cambiabas a José Ignacio que no le gustaba el membrillo. Y el pan. Huy el pan. Porque una cosa era el pan que tenías y devorabas, y otra era el segundo trozo de pan que salía por el torno que se convertía en una batalla campal. Posiblemente ahí se inspiró Anselmo. También en el comedor nos enterábamos si alguna cosa de importancia había ocurrido en el mundo: el cura daba dos palmadas, se hacía el silencio y nos decía que habían  asesinado a Kennedy, en 1º, o cosas por el estilo, aunque no sabíamos que ese señor existía. Nosotros mismos atendíamos el comedor y sacábamos las perolas de las comidas o cenas y recogíamos los cubiertos para meterlos al torno. Todo normal, pero muchas veces los platos y vasos –aunque fueran de duralex-  o perolas se quedaban por el camino y con notable estruendo. Los servicios en la capilla se hacían constar en el hebdomadario, y si te tocaba te tocaba. Severiano hizo varias veces de turiferario porque era muy espigado, que a Fabi le rozaba en el suelo.

En primero teníamos los dormitorios en el ala sur del edificio, en el segundo piso, debajo del salón de actos. Unos en las arcadas, de tres en tres. Otros en dormitorio corrido. En segundo  curso estaba en el ala este, también en el segundo piso, y todos a corrido: aquel año se puso de moda estudiar por las noches con una linterna debajo de las sábanas, pero a saber lo que se hacía, que las notas no subieron. En tercero el dormitorio estaba en el ala norte, con pasillo central y separaciones laterales. En un armario de medio metro teníamos todas las pertenencias, y sobraba sitio.

En cuarto ya éramos casi los mayores. Y ya teníamos habitación. De dos en dos.  Casi todas las habitaciones daban al patio central y había que andar con cuidado, que las que daban al campo “de primero” eran más discretas y si te asomabas a la ventana no te veía ningún cura. Y ya iba a más el sentido común: a Domingo y Adolfo se les ocurrió llamar por la ventana a los inquilinos de las habitaciones que tenían a los lados, y cuando Tejedor y  Puerto o Anselmo y José Ignacio se asomaban les tiraban un vaso de agua. Esto lo vio Bueno, y se lo hizo en la parte de atrás a Juanjo y Severiano, pero Juanjo ató el vaso a un palo y cuando Bueno no se lo esperaba le metió el vaso entero por la ventana. Le sentó muy mal, porque fue sin aviso y a traición. Y como Severiano y Juanjo tenían de vecino por el otro lado a "Meso" que se le daban bien las matemáticas, arrancaron el taco de madera del que debía colgarse el flexo e hicieron un agujero entre las dos habitaciones para pasarse los problemas de matemáticas y la  traducción de latín. A "Meso" también le sentó mal que una vez Severiano le llamara por el agujero y cuando puso la oreja Juanjo le soltó un buche de agua con el macarrón del bolígrafo. Pero le duró poco el enfado. Lo del agujero y el agua lo vio Domingo, que hizo otro agujero en su tabique y le mojo bien mojada la oreja a José Ignacio. Pero José Ignacio se lo tomó a risa, y no dijo nada. Anselmo también puso la oreja y también se llevó lo suyo. Anselmo se enfadó, pero no pasó a más. En cuarto fue el año en el que Domingo y Adolfo pusieron la factoría de cachimbas, cosa que fue enjundiosa pero de pocos resultados: vaciaban una bogalla gorda del los robles y le ponían un macarrón de bolígrafo para chupar. Y la fueron perfeccionando poniéndole en el mango unos pelillos de las mantas a modo de filtro y dándole pasta de dientes en el interior del recipiente: la pipa no se quemaba tanto y los celtas sabían mentolados. Tejedor también andaba en el negocio de las cachimbas.

En cuarto también entró una asignatura nueva llamada física, y más de un timbre del pasillo se desmontó para ver cómo funcionaba aquel misterio del  electromagnetismo. Luego se volvía a poner y se le decía a D. Ángel que no sonaba. Porque la teoría distaba mucho de la práctica: Juanjo sorprendió a Severiano con la fabricación de una lámpara de arco voltaico con dos núcleos de pila de linterna haciendo masa con un cable en el radiador. Severiano admirado llamó a Sierra para que asistiera a una demostración, y a Sierra le gustó tanto que se lo quiso enseñar a su primo y compañero Santos: ardió la instalación eléctrica de su cuarto, del de Juanes y  dejó las habitaciones de las monjas a oscuras. Tuvo que ir el electricista. Domingo se enteró del tema de cómo cortar la luz, y con dos cables acercados al enchufe preparaba un cortocircuito dejando a todo el lateral a oscuras. Eso sí, Adolfo y él eran los primeros en salir al pasillo a protestar porque se había ido la luz.  Alguien debió inventar lo de darle la vuelta al flexo para asar castañas, que para algo más tenía que valer que  para estudiar. No quedaban muy bien, pero se comían. Juanjo pensó que atando una cuerda trasversal a las camas de lado a lado de la habitación podían colgar los libros con pinzas y estudiar más cómodos, pero Severiano movía la cuerda para que los libros bailaran cuando quería y decía que eran las ondas de física.

En cuarto ya iban surgiendo otros focos de interés, aunque a unos más que a otros:  Severiano rompía un par de folios en trozos pequeñitos para que las criadas tardaran más en barrer la acera y él deleitarse. Pero Sierra tampoco se perdía detalle. Sería quizá por lo de la anatomía en la realidad y no en el Nemesio aquel famélico y desmontable que andaba por las aulas. Aquel año nos dormíamos con la música que encendía Juanjo para todo el seminario y cortaba el cura cuando acababa: No había mucho donde elegir y se repetía bastante, pero Dvorak, Berlioz, Ravel, Turina, Falla, Smetana, Borodín, Mozart, Beethoven, Tchaikovski y Korsakov nos ayudaban a dormir.  Un lujo no saboreado a los 16-17 años, pero un lujo. Y con estas cosas se fue pasando el año. Y acabó el curso 66-67, y oye, que aprobamos y todo.

Nadie nos dijo nada. La norma después de cuarto de latín era pasar a quinto, y después pasar al Seminario Mayor para hacer filosofía. Aquel año fue el último que se utilizó Linares, y después de nosotros se vendió el edificio a unas monjas. Empezamos siendo 63 en primero y quedábamos 22. Nosotros empezamos 63 seminaristas, y el 67-68 entraron 32: la sociedad española había cambiado tanto en esos cuatro años que llevar al hijo al seminario no era ya uno de los pocos recursos para darle estudios. Tampoco era rentable mantener un edificio tan grande. Había cambiado también el pensamiento de la iglesia con el Vaticano II, y el obispo sería quien decidió que se trasladaba todo a Calatrava: a los seminaristas mayores los llevaron a unos pisos en la Gran Vía y nosotros y los que venían detrás invadimos Calatrava.  Alguien dijo que ya era hora, que Linares se había hecho como seminario de verano y que no podía mantenerse un foco de cultura a 54 kilómetros de Salamanca. Y es verdad que se había hecho como seminario de verano, pero la Universidad Pontificia invadió lo que fue el seminario mayor de San Carlos Borromeo y el incendio del edificio de Calatrava obligó a habilitar mal que bien Linares como seminario menor permanente. Eso explica las deficiencias que tenía y que hubo que solventar precipitadamente como la calefacción, las duchas, las dobles ventanas, los aislamientos con uralita… Pero para nosotros fue otra cosa y no le vimos más deficiencia que la lejanía de las familias.

Se han quedado atrás los campamentos de verano, un encuentro de casi todos rompiendo durante quince días el aislamiento de los pueblos o, dicho de otra manera, volverte a encontrar con los amigos a medio verano y sin asignaturas, aunque hubiera curas. Deportes, marchas, fuegos de campamento… Los dos primeros fueron en Linares. Los dos últimos fueron en el albergue de Candelario y en Puerto de Béjar. En Candelario el campamento fue un híbrido entre la OJE y los curas del seminario: nos levantaban con "Montañas Nevadas" o el "Cara al sol", izábamos y arriábamos bandera todos formados –hasta camiseta con anagrama y todo-, y oíamos misa debajo de los pinos.


No se nos podía pedir marcialidad porque como que no, que no se puede sacar de donde no hay. Y si no que se lo pregunten a Bárez, que como castigo le mandaron ponerse firme junto al mástil de la bandera y tres horas después no lo había encontrado. Al final primó la razón y los mandos de la OJE terminaron bajando pretensiones y leyendo la minuta del día siguiente: chuleta de cura y huevos de mando. El cursillo de Puerto de Béjar lo hicimos en la finca que tenían los Josefinos del Maestro Ávila.  Fue el año en el que Sierra -que ya se le empezaba a llamar Julián- nos deleitó con el "la otra noche, bailando estaba con Lola..."  una interpretación tan sentida que nos llegó a todos al alma, y más su cara que la música. En Puerto de Béjar había piscina con trampolín, piscina de verdad y  no como la cazuela. Desayunábamos, comíamos y cenábamos al aire libre: el comedor eran mesas de piedra situadas entre los robles, y allí fue donde Barragán –ya Mariano Barragán—nos demostró cómo era el baile flamenco y nos afeitó a unos cuantos. Otros campamentos hubo, más restringidos, como el de Laguna Negra, del que se dijo que sólo fueron los enchufados. 

  



Calatrava

Enhorabuena.  Has resistido heroicamente las páginas anteriores y te dispones a leer las siguientes.  Vuelve a leer el primer párrafo de la parte de Linares (eso de que todos somos fuentes orales, que  la información se agolpa, coincide o diverge, porque una misma historia vivida y sentida por todos tiene interpretaciones diferentes) y a ello, que las anécdotas, vivencias y hechos forman parte de la historia si se saben incardinar en ella.

Calatrava supuso mucho para los que llegamos de Linares. Claro que como no todos habían perseverado y había funcionado la centrifugadora solo quedábamos 22. Y con los dos de la viga, 24. Fue el curso de las dos docenas. Los de la viga eran  dos hermanos aspirantes a frailes claretianos que cuando iban a clase a Calatrava iban uno delante y otro detrás, a diez metros. Anselmo con toda perspicacia los definió como los de la viga, dijo que llevaban al hombro una viga invisible y por eso iba uno delante y otro detrás.

Y en Calatrava siguieron rompiéndose los moldes por los cambios y repercusiones del Vaticano II.  Si en Linares fuimos el primer curso al que no le impusieron la sotana –a cambio tuvimos un horroroso guardapolvo gris con rayas blancas y tres bolsillos-, en Calatrava hicimos 5º, que debía ser el último año de latín. Después teníamos que haber hecho 1º de filosofía como siguiente grado de los estudios eclesiásticos, pero comenzamos a hacer 6º, que eran los estudios de los chicos normales. Sólo estábamos “consagrados” al Sagrado Corazón de Jesús, que nos consagraron en 3º con fiesta grande (y una coca-cola por cabeza recuerda Bueno), aunque se le oyó decir a algún cura que eso del Sagrado Corazón era un invento de los jesuitas. En Calatrava -en principio- íbamos a hacer un curso más de latín de forma experimental pero después de 6º vino preuniversitario: como los chicos normales. También se normalizaron los estudios: si hasta 5º eran estudios eclesiásticos no convalidables con el sistema del Ministerio de Educación, -y el que no perseveraba tenía necesariamente que perder un curso o dos como "Chufi", "Froili" y tantos otros- los que quedábamos nos examinamos como alumnos libres en 6º. Y después de reválida, como los alumnos normales. Y Preuniversitario, seguido de selectividad.
Normalidad, se buscaba. Tampoco nos normalizamos por presiones o protestas a los curas, que no las hubo, sino por la coincidencia de una serie de circunstancias que empujaron en esa línea: el obispo Barbado Viejo tenía como uno de sus objetivos la modernización del seminario, e incluso marcó línea en otras diócesis. En Ciudad Rodrigo, bien cerca, era todo lo contario, y seguían las pautas de Trento. El Vaticano II marcaba también un halo de actualización de la iglesia a los tiempos laicos, y el obispo Mauro siguió ambas tendencias a la muerte de Barbado Viejo en 1964. D. Mauro fue un obispo que antes de hacer teología se había licenciado en filosofía por la autónoma de Madrid, y sus años de cura los empleó en trabajo con jóvenes y estudiantes.  En la práctica, la confluencia  de Barbado Viejo, concilio, y Mauro, supuso una apertura clave en un momento capital de nuestra vida: a Calatrava  llegamos con 16-17 años, y salimos con 19-20. Apertura, libertad, normalización y modernización tan amplia que unos años después lamentaría haber aplicado D. Mauro según sus escritos al Vaticano.


Calatrava era un espacio abierto del que podías salir y entrar libremente solo con decírselo al Sr. Pablo o a Juanito, los porteros, y Calatrava no estaba a 54 kilómetros de Salamanca. Libertad sólo cortada porque había que llegar a una hora, que se cerraba la puerta. La verdad es que en la práctica era raro salir de lunes a sábado, no solo porque había clases y había que estudiar, sino porque era más atractivo lo que se ofrecía dentro que fuera, que éramos seminaristas. También los intereses fueron cambiando a lo largo de los tres años, aunque fuéramos seminaristas, y más de una partida de billar se echó en la calle el Prior.

En Calatrava comenzaron a darnos clase algunos laicos, mal que bien o sin recuerdo específico. Y nuevas asignaturas, Biología, Dibujo técnico, Política, Francés, Filosofía y Griego. En biología nos iba leyendo el libro que teníamos delante. Era Médico. El de dibujo técnico -alguien le puso el lechuguino- no se aclaraba mucho con el nombre de Andrés Pablos Andrés, y eso que se lo explicó.  Política y formación del Espíritu Nacional nos dio… un señor alto que había sido militar. Francés nos daba D. Salvador, y aprendimos que Francia era "le carrefur" de Europa y París la ciudad de "la simetrie". Una cosa son los idiomas en los colegios, y otra es saber francés. Pero fue suficiente para aprobar 6º, reválida, y Preu, y  oral en prueba de selectividad.  Adolfo -ya había dejado de ser Cerrudo- sudaba con el francés. El padre Pilo -que nos dijo que vivía en la calle la Perdiz 4- nos dio filosofía. Arropaba el motor del seiscientos con una mantita para que no cogiera frío, pero un día se le olvidó quitarla y se quemaron la manta y el coche. "Tóquenos algo padre Pilo" que estamos muy cansados, decía Domingo con voz zalamera. Y el padre Pilo que le iba la música mucho más que la filosofía se ponía al piano. Clase dada.
Lo del griego eran palabras mayores. Había que aprenderse hasta las letras, que las hacían diferentes. El primer año nos dio D. Jerónimo, el rector, y en noviembre empezamos con el primer repaso. En enero vino el segundo repaso. Y listas inmensas de vocabulario para el día siguiente, y otras cuarenta palabras que había que aprenderse, y otras cuarenta… que solo resistía José Ignacio a duras penas. Un día Juanjo le dijo que eso no era así. Hubo bronca gorda y que pases por la rectoral: "te voy a expulsar del seminario porque eso no se puede permitir". "Pues dígaselo usted a mi tío el cura, que yo le diré lo que ha pasado". Mano santa.  El griego lo recordamos gracias a D. Ovidio, un cura de los de verdad y que se le veía venir desde lejos al distinguir la sotana. Una sotana con solera y de las de antes, con botones y no con cremallera como las modernas. Los agujeros que tenía la sotana eran del caldo que fumaba y que se le apagaba de continuo. Tengo en casa un cajón lleno de mecheros y mecheras, nos dijo.  D. Ovidio era una persona entrañable escondida detrás de una sotana, y toda una autoridad en griego y latín. Con su lema de todos los días unos versos, sin prisa, fuimos entrando en el griego y distinguíamos entre digammas y aoristos. A ver "Pérez" (Pérez es Severiano, que D. Ovidio nos llamaba por el apellido),  traduce. -Es que no me pega. -No te preocupes que le damos colinón. Y verso a verso, terminamos traduciendo la Ilíada. Y acostumbrados a la Ilíada, en la reválida de 6º no tuvimos problemas con la Anábasis, de Jenofonte, que fue lo que salió.



Pero también Calatrava fue continuación de Linares en ciertos aspectos. Teníamos habitación individual en el tercer piso, -salvo Julián y Santos que como buenos primos compartían el esquinazo doble-. Habitación individual con ducha de dos llaves, lavabo, armario, estantería y mesa con cajonera. De lujo. Unas habitaciones daban hacia el campo de fútbol con ventanas y tejadillo, y otras hacia el tercer patio interior, sin ventanas, pero con troneras. Anselmo puso en funcionamiento un sistema de comunicación golpeando la viga de hierro que pasaba por todas las habitaciones, y mucho dio la tabarra con los toquecitos. Domingo y Anselmo quisieron ver mundo, y una noche salieron por la ventana al tejadillo, y del tejadillo subieron a pasear y respirar al tejado. Adolfo les cerró la ventana -José Luis Puerto, Juan José Bueno y Mariano Barragán fueron testigos- y Anselmo y Domingo tuvieron que recorrerse el tejado para entrar por otra habitación, pero D. Crescente les vio pasar y dio la voz de alarma interviniendo D. Ángel. A Domingo le mandaron a dormir a casa, a Anselmo no porque El Manzano quedaba lejos. Es que ya íbamos mayores y cambiaban los gustos. Anselmo gozó lo indecible cuando Massiel, ganó eurovisión en 5º, y se puso más ancho que un carro de escobas que dicen por El Manzano. Comenzaban otros tiempos, indudablemente. Fernando Calama tenía un Geloso milano, Juanjo un Grundig, y Anselmo un transistor en el que oía los cuarenta principales. Seguíamos teniendo cine los domingos: el cura Del Jesús elegía las películas –también hubo broncas entre D. Jerónimo y él por los títulos elegidos-  y Juanjo las proyectaba con la vieja Zeis Ikon de arco voltaico. Y de vez en cuando teatro: se puso en escena "En la ardiente oscuridad", "El tragaluz", y "El grillo", que hicieron de esclavos Mariano Barragán, Juan José Bueno, Domingo y José Ignacio según dicen los papeles. Con chicas, y no pasó nada.
Otras veces la película nos la montábamos nosotros: Juanjo dirigió "Hay padre que me muero", -ese era el único diálogo que había y duraba unos diez minutos-, que fue protagonizada por Mariano Barragán, Domingo y algunos más: todo un éxito. En Calatrava comenzó José Luis Puerto con la poesía, que también hay papeles que lo dicen. Ya apuntaba  la afición de Adolfo por el automovilismo: se hizo con una llave de la furgoneta del seminario (ahora ya una dos caballos, no la Fiat) y Domingo y él subían y bajaban por el lateral del seminario, hasta que los pescaron, que la autoridad acecha.


Y el deporte. En baloncesto se entrenaba con el Sr. Díaz, de Matacán, y con éxito en las competiciones escolares como recuerda Severiano. El futbol pasó a segundo plano, porque de los que jugaban eran como el ejército de Pancho Villa, poco serios. También los curas jugaban a baloncesto fuera de competición y aunque la diferencia fuera notoria: D. Crescente corría como pulga tras perro en pos del balón, pero Severiano y Julián le sacaban tres cabezas y no había donde rascar. Y es que no le tiraban, que ahora lo llaman bulling.

También estudiábamos. Tanto en los libros como en el espacio que nos rodeaba. Utilizábamos el laboratorio de ciencias que nunca se usaba para jugar a los pelotazos, y no se rompió ningún cristal ni artilugio de los que allí había. Habría dado igual porque allí nadie entraba. Un día apareció cerrado con llave y nos quedamos sin poder ir. Pero Domingo y Juanjo un sábado a media mañana se cayeron por las pianeras que estaban encima de la capilla, y al encontrar un montón de cable envuelto en un torno comenzaron a darle vueltas y a pensar para que sería. Poco después se dieron cuenta que era el cable de la lámpara principal de la capilla, que según daban vueltas iba bajando y subiendo mientras había ordenación, con obispo y todo. Salieron por pies y hubo investigación, pero no hubo reo. Que sí, que también estudiábamos de vez en cuando. Pero eso nada tiene que ver con pasarlo bien y hacer garrafón el lunes de aguas en la Aldehuela. Adolfo llevaba el altavoz y Juanjo el casette, y aunque no había chicas pues nada, que para eso éramos seminaristas. 


Aquel año, por lo menos, Domingo desguazó un pollo, y lo desguazó porque no puso atención en aquello del arte cisoria de la literatura con Marciano. Algo más apurados estuvimos en la excursión al salto de Adeadávila, porque a alguno se le ocurrió coger unos limones del jardín de la casa del capellán, y su padre llamó a la benemérita. Cosa puntual. No nos quitó la gana de comer el bocadillo, que de cura a capellán hubo entendimiento y la Guardia Civil se echó a un lado. Sin Guardia Civil, pero como si hubiéramos visto a ella o al diablo salimos de los Dominicos cuando Domingo te tocó con el dedo a un obispo momificado que había en el coro, que se le hundió el dedo y salió polvillo. Seguro que allí sigue la momia con el agujero. Con los dominicos mantuvimos buena relación, y la puerta de la valla se abría frecuentemente: más de una excursión nos hicimos por los pasadizos de los dominicos recorriendo túneles oscuros y balconadas de la iglesia.

Tuvimos mejor asistencia médica en Calatrava que en Linares. Iba a vernos el Dr. Juanes, y a todos nos recetaba lo mismo porque todos tendríamos lo mismo: unas pastillas efervescentes y tres días en la cama. Y te subía la comida y todo algún samaritano, normalmente dos, o tres, o cuatro, y a veces más. Se quedaban de tertulia un buen rato aunque estuvieras enfermo, que el estudio podía esperar. El enfermero era Poveda, que por las noches abría la enfermería y pasaba consulta. Alcohol alcanforado, y alcohol sin alcanforar nos daba para las contusiones menores, linimento Sloan para las graves. Y nos ponía inyecciones si tenía que hacerlo, aunque al pinchar a Juanjo se le torciera la aguja porque no sabía donde hacerlo. Eso sí, la higiene por encima de todo: se frotaba las manos con alcohol y le prendía fuego apagándolo de un manotazo rápidamente. Seguimos vivos. Además de lo del alcohol alcanforado, en la enfermería se hacía  tertulia nocturna a la que rara vez faltaban Julián y Santos Sierra. Rafa Poveda se hizo enfermero por la experiencia que le daba en el tema la operación de pulmón que tuvieron que hacerle –un quiste congénito de mediastino, dice él— y por la que estuvo muchos días en el hospital. Necesitó varias transfusiones, pero para eso estábamos los amigos en bloque, aunque la sangre que valía era la de Ángel Castilla, Mariano Barragán y Juan José Bueno. Dice Bueno que fueron al hospital a donar, que al ver los artilugios y a Rafa Poveda en la cama se pusieron pálidos, y que se refugiaron como pudieron en un rincón mirándose entre ellos esperando cada uno que le tocara a los otros.  Al final fue Mariano Barragán el valiente y a él le pincharon, pero no salía sangre, o la tenía congelada por el susto. Tuvieron que pinchar a los otros dos. A Mariano se le descongeló la sangre cuando ya estaban pinchados Juanjo Bueno y Ángel Castilla y le salió un chorro de sangre como un pozo artesiano. A Rafa Poveda lo operaron también de desprendimiento de retina estando en Calatrava. Y también fuimos solidarios: Dice Bueno que un día en la capilla los curas nos mandaron rezar por Rafa con los ojos cerrados y a oscuras, que era como él estaba en el hospital, en tinieblas.  Todo colaboraría, que a Rafa se le arregló.

Los días seguían pasando con misa diaria y rosario diario, cumpliendo más o menos todos con el cupo de por vida. Las bajas ya eran menores que en Linares, aunque de 5º a preu, en tres años, bajamos de 22 a 14 por lo de la perseverancia o lo de la centrifugadora. Porque la centrifugadora siguió al menos con Juanjo, que podía ser un buen electricista, pero que no valía ni para cura ni para estudiar, que era mejor que lo dejara. Y no le faltaba razón a D. Ángel, pero tener un tío cura era mano santa y no había valor. Seguramente en Calatrava no centrifugaron a nadie, simplemente no perseveraron más que 14, quizá porque a unos le llega la madurez más pronto que a otros, o porque unos ven claras las cosas antes que los otros. Ninguno salió cura. No sabemos nada de Aurelio, que se fue con los padres combonianos y a lo mejor anda en el África tropical con los que cultivan el Cola Cao. Lo que sí parece claro es que Calatrava terminó aglutinándonos aún más en torno al grupo que lo que había sido en Linares. O que la edad que teníamos en Calatrava nos unió en una amistad más madura. Tener proyectos comunes y ponerlos en práctica conjuntamente, aglutina. 


Proyecto fue el hacer un viaje de fin de estudios, y llevarlo a la práctica supuso un curso acelerado de democracia participativa. Para sacar dinero se nos ocurrió limpiar el sótano, que lo ajustamos con los curas: aprendimos que no cumplieron con lo acordado porque pensaban que había tanta mierda que éramos incapaces. Lo fuimos. Aprendimos que en los negocios había que ser más finos: nos engañaron con los camiones de madera que sacamos, nos engañaron con la venta del metal que había en los sótanos, nos engañaron con la venta de papel, nos engañaron en todo. Pero lo pasamos bien y fuimos aprendiendo, tanto en el sótano como limpiando las telarañas de la cristalera alta en la escalera principal del seminario: atamos una escoba a dos o tres pértigas del gimnasio, -aquello se doblaba e iba para donde quería- sujetamos las pértigas con cuerdas para llegar, que si tira, que si empuja, que si cuidado, y Mariano Barragán empezó a decir bobadas acabando todos en el suelo muertos de risa. No se rompió la cristalera, que no fue poco. Las telarañas las contratamos por 500 pesetas que no nos dieron. E ilusiones conjuntas: a alguien se le ocurrió que para sacar dinero debíamos jugar a las quinielas, y nos tocó, pero los entendidos en hacerlas tachaban todos los signos para que nos tocara y no nos lo pagaron. También aprendimos resignación: se nos ocurrió entregar un sobre a los curas y profesores para que nos dieran algo, y poníamos en él “a ver si entre todos podemos hacer algo”. Sólo nos dieron los profesores de fuera.  De los de dentro sólo un sobre con cincuenta céntimos, que los sobres tenían una marca casi inapreciable.  Y cine, proyectar una película para invitar y sacar dinero, y en la imprenta nos hicieron mal las entradas poniendo “Corredor sin retono” porque se le olvidó la erre.  En la preparación de la excursión de fin de curso todo nos salió mal, menos la carta que Domingo mandó a Cola Cao, que nos mandó un lote de productos que nos hizo el viaje. Nunca ha confesado Domingo lo que le decía en aquella carta, pero no cuadra respuesta tan generosa a una carta normalita. Pero el proyecto y la puesta en práctica nos hicieron madurar.



Porque nos fuimos a la excursión de fin de curso, y sin cura, aunque éramos seminaristas. Ninguno quiso venir con nosotros, y eso también nos hizo madurar. Nosotros hicimos el itinerario, nosotros buscamos el autobús, nosotros nos hacíamos las comidas, buscábamos donde poner las tiendas… y conocimos Mérida, Sevilla, Granada, Córdoba, Ceuta, Málaga… solos. Bueno, con el conductor, el Rubio, que era poco más que nosotros. El microbús tenía  catorce asientos. Fuimos doce. Poníamos las tiendas por las noches donde nos parecía, y las quitábamos por las mañanas, rodeados de vacas, de caballos o gitanos.  La higiene no nos planteó problema porque no nos lo planteamos. Tampoco la incomodidad ni la alimentación. Fuimos, y vinimos, y para muchos fue la primera vez que pisaba Andalucía y veía los campos de girasoles, y no digamos Ceuta, que era África  -transistores, plumas y gafas fue lo más solicitado-.


Terminar preu y selectividad marcó la diáspora y el final de Calatrava que, de una u otra manera, siempre ha sido un referente para nosotros al igual que Linares, pero de otra forma. Algunos se casaron en la capilla, pero esto debería ir más abajo, al final. Después de Calatrava quedamos en un estado de indefinición palmaria: de un lado estaba la normalización que llevó a varios a la universidad y a hacer comunes, como los normales, pero siguiendo como seminaristas. De otro la opción de hacer teología, en la Universidad Pontificia, que sería lo lógico. Y la tercera, seguir otros rumbos que nada tenían que ver ni con el seminario ni con los curas: Severiano, Anselmo, Julián, Adolfo. Tanto los que siguieron la opción de normales y hacer primero de comunes como seminaristas (Bermejo, Juanjo Bueno, José Luis, Mariano) en la Usal, como los de teología (Juanjo y José Ignacio) en la Pontificia, estuvieron el curso 70-71 viviendo en la calle Libreros con el sufrido Pepe Bueno. Pero aquella situación  de indefinición tanto nuestra como de los curas con nosotros se deshizo a final de curso. El último reducto de “seminaristas” con un cierto grado de vinculación con la diócesis optó por dejar el piso del seminario e irse a vivir como seminaristas pero sin seminario a un piso que los padres de José Luis Puerto tenían en la calle Isaac Peral: José Luis, Bermejo, Juanjo, y Rafa como externo. Y seguir -o empezar- comunes, aunque vinculados en cierta medida a la parroquia de Santo Tomas de Villanueva en Garrido: eran tiempos en los que primaba, se decía, el compromiso temporal y la acción a través de la colaboración directa. Al año siguiente José Ignacio dejó Teología.  Indefinición, desbarajuste, sálvate como puedas y caos -nuestro y de los curas- que quedó patente cuando D. Mauro fue a comer un día con los “seminaristas” de Isaac Peral y preguntó que cual era el seminarista que tenía novia. Tras unos larguísimos diez segundos en silencio monacal, Juanjo confesó que era él. Y encima el obispo dijo que estaba muy bien, que nada tenía que ver una cosa con otra.  Ver para creer. Aquel fue el último año de los que empezamos en 1963. Estábamos en 1972.

Epílogo.

En 1972 habíamos desaparecido los 63 que empezamos en 1º. Cada uno siguió con los estudios universitarios o buscándose la vida. Los estudios se fueron terminando, fueron surgiendo los primeros trabajos y, cosas que pasan, terminamos recibiendo el sacramento del matrimonio en vez del de el Orden sacerdotal. Terminamos casi perdiéndonos unos de los otros y desperdigados en buena medida por la geografía española: Severiano en Vigo, Anselmo, Mariano y Bermejo en Valencia, Juanjo en Bilbao, Adolfo en Madrid, Domingo en Zamora, Bueno en el Barco de Ávila, José Luis en Segovia, Rafa en Mallorga camino de Cádiz…  Fuimos firmando hipotecas, teniendo hijos, comprando coche… como personas normales, sin sotana, aunque quizá con cierto tufillo a ella. 


En 1992, después de un paréntesis de 20 años, a Seve -también el Pérez desde D. Ovidio-  se le ocurre reunirnos a todos en torno a la mesa, y sacar atrasos de los años oscuros sin vernos. La comida se instituyó los 28 de Diciembre, y desde 1992 hasta el 2012, unas veces con más y otras con menos asistentes según cuadra la vida, nos juntamos a comer y a pasar la tarde. La convocatoria fue abierta, desde el principio, y las respectivas señoras de los respectivos señores que entraron en el seminario en 1963 se apuntaron también en bloque. Muy bien. Han hecho peña, y si pueden no se la pierden. 


Claro que como en grupo los seminaristas rajamos mucho de los tiempos pasados -aunque no se olvida el presente-  ellas han optado por ponerse todas juntas del otro lado de la mesa, por diferenciar un poco, y tienen unas conversaciones muy animadas y fluidas. Y a veces nos miran mal porque se nos van las notas -a alguno se le va el pentagrama entero-  cuando nos ponemos a cantar.

Este año 2013 se cumple el 50 aniversario de la entrada en Linares. No nos planteamos nada salvo pasarlo bien y perseverar en la amistad que nos tenemos. Ahora vamos de serios.

Juan José Rodríguez Herrero.



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